Solo
con imaginar una tiza rechinando al deslizarse por la pizarra, a
muchas personas ya se les ponen de punta los pelos de la nuca. Casi
mejor aún: grandes trozos lisos de porexpán frotándose uno contra
otro.
Sin
embargo, se trata de cosas completamente inocuas. El hecho de que
estos ruidos produzcan un efecto tan poderoso tiene que ver con la
necesidad humana de sonidos armónicos. Una propiedad peculiar del
oído consiste en que todas las personas perciben como agradable o
bella una mezcla de sonidos solo si las frecuencias de estos
guardan una determinada relación armónica entre sí. No influye
en nada el tener o no especial afición a la música. A todo el mundo
sin excepción le resulta desagradable que le hiera el tímpano una
mezcla de sonidos completamente inarmónica.
Arañar
una pizarra es un excelente ejemplo de caos sonoro altamente
disonante, y es muy notable la sensibilidad con que reacciona a ello
el oído humano. En comparación con la vista, su capacidad
diferenciadora es mucho mayor.
El
oído percibe desviaciones mínimas en la frecuencia de las ondas
sonoras, mientras que el ojo solo puede distinguir frecuencias
luminosas a rasgos relativamente grandes, y por tanto colores
diferenciados.
En
cualquier caso, esto no es más que un intento de explicación de las
sensaciones desagradables que producen los ruidos estridentes. Quien
observe la reacción del organismo tendrá la pista de otra
explicación: el pelo se eriza y se nos pone carne de gallina. Se
trata de un reflejo que en tiempos inmemoriales, cuando el cuerpo
humano aún estaba cubierto de espeso pelo, cumplía una importante
función. Con los pelos de punta uno parecía más grande, lo que
seguramente impresionaba al enemigo.
Pero
¿por qué surge un gesto de amenaza tan arcaico precisamente al oír
ruidos desagradables? Evidentemente, nuestro oído los relaciona de
uno u otro modo con el peligro. Y, a juicio de los investigadores,
por una razón especial: el oído los considera gritos de alarma. Hay
dos rasgos característicos tanto de los gritos de alarma como de
todos los ruidos especialmente desagradables: son disonantes y se
emiten en una frecuencia alta. Si ambas propiedades aparecen
combinadas, casi nunca nos dejan indiferentes.
Aunque estemos
leyendo, trabajando muy concentrados o incluso durmiendo, si llega a
nuestros oídos un ruido estridente y muy agudo, nos sobresaltamos;
ya sea el penetrante grito de un niño, el aullido de alarma de un
animal o un ruido de cristales rotos. Por su papel esencial como
órgano de alarma, el oído nos informa constantemente sobre el
entorno, nunca se desconecta, al contrario que la vista. Ya no nos
acechan tantos peligros en la vida cotidiana, pero los antiguos
reflejos que antaño, en la sabana, eran vitales para la
supervivencia siguen funcionando todavía.
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