Normalmente,
“el intruso” se cuela en el oído cuando estamos relajados y
también un poco cansados. Por ejemplo, cuando uno está en la
terraza, dormitando en una tumbona, y en ese mismísimo momento pasa
un coche a toda velocidad con la ventanilla abierta atronando con
música a todo trapo. El cerebro almacena el fragmento de melodía
y desarrolla a partir de él un sonsonete machacón del que no hay
manera de escapar durante horas y en ocasiones incluso días.
Los
expertos en neurociencia que investigan la elaboración de la música
en el cerebro suponen que una melodía candidata a dar lugar a este
fenómeno se refuerza ella sola: cuando se oye música, normalmente
hay otras zonas del cerebro activas, como cuando uno mismo canta.
Según parece, en el momento en que la canción se pega al oído se
produce un «cortocircuito» entre estos centros. Las zonas
asignadas a la audición activan de forma inconsciente las
responsables de cantar una melodía, y al revés. En consecuencia, la
canción que nos persigue es una canción misteriosamente cantada por
el cerebro. Y a veces, en efecto, uno empieza a tararearla sin darse
cuenta…
La
investigación de este fenómeno es desde luego difícil, ya que
esos extraños seres no se dejan criar en cautividad; pero los
investigadores norteamericanos del cerebro pudieron comprobar que
este sigue cantando automáticamente las melodías conocidas cuando
se interrumpe la música de repente. Los científicos hicieron
experimentos con personas mediante resonancias magnéticas, en las
que se registra con exactitud la actividad de diferentes zonas del
cerebro, y les hicieron escuchar distintas canciones. De vez en
cuando bajaban del todo el volumen durante unos segundos. Si los
sujetos conocían la canción, la zona del cerebro que está activa
en la audición continuaba trabajando en las pausas, como si la
canción siguiera sonando. Si se trataba de una pieza desconocida,
por el contrario, esa zona quedaba inactiva. Así pues, el cerebro
intenta completar una melodía que le resulta conocida en el caso de
que esta se interrumpa. Cuando este proceso se independiza, el
resultado es que se pega al oído una canción.
Por
eso es tan frecuente que esas canciones nos persigan desde la mañana:
apagamos la radio en medio de la canción porque tenemos que tomar el
autobús. O en el coche, cuando llegamos a nuestro destino y apagamos
la música. El cerebro intenta entonces desesperadamente continuarla
él mismo. Un posible antídoto: oír de nuevo la pieza hasta el
final con tranquilidad. O tapar la impresión con otra canción que
sea igual de pegadiza pero que suene de una manera completamente
distinta.
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